Hace algunas semanas, recuerdo leer en Twitter a una amiga que vive en Nueva York, comentando que cuando viaja en metro en la ciudad estadounidense suele imaginarse que hay un atentado y se entretiene mirando a la gente e intentando adivinar quién podría ser el atacante. Quizás el tipo que menos lo esperas, quizás aquél de comportamiento errático, quizás esa señora con bolsas, con algún paquete peligroso oculto entre sus compras, quién sabe. Su comentario provocó mi entonces inocente respuesta, señalando que acá no nos imaginamos esas cosas, solo tratamos de adivinar quién podría intentar robarte algo o qué viejo degenerado se le tirará encima a alguna jovencita atractiva.
Qué lejos estaba de imaginar, en ese momento, que en nuestro propio metro de Santiago podría ocurrir un atentado, que alguien podría comenzar a disparar, sorprendiendo y conmocionando no solo a víctimas y testigos del ataque, sino a todo un país que se enteró de la terrible noticia. Y luego, tomas esa sensación y la multiplicas por 1.000.000 y tienes lo que deben sentir los noruegos, en un país reconocido por su estabilidad y tranquilidad, con una tragedia en la que murieron muchas más personas que acá, que ha impactado no solo a un país, sino al mundo entero.
Así me encontré a mí misma, una usuaria regular del metro, observando a la gente, intentando adivinar quien secretamente lleva a un posible atacante en su interior. Y luego intentando imaginar cuántas personas más estaban en ese momento pensando lo mismo que yo, o algo muy similar, que se podía adivinar en una leve inseguridad en la mirada de más de alguien al ver entrar a alguna persona de comportamiento extraño, al ver a un guardia extra en el andén. Así me encontré de pie, apretada por un montón de gente en una estación de la Línea 1 en hora punta, preguntándome cuántas personas encontraron sus pensamientos cotidianos interrumpidos por un imaginario que busca adivinar donde está el próximo tipo que sacará una pistola y comenzará a disparar.
Qué lejos estaba de imaginar, en ese momento, que en nuestro propio metro de Santiago podría ocurrir un atentado, que alguien podría comenzar a disparar, sorprendiendo y conmocionando no solo a víctimas y testigos del ataque, sino a todo un país que se enteró de la terrible noticia. Y luego, tomas esa sensación y la multiplicas por 1.000.000 y tienes lo que deben sentir los noruegos, en un país reconocido por su estabilidad y tranquilidad, con una tragedia en la que murieron muchas más personas que acá, que ha impactado no solo a un país, sino al mundo entero.
Así me encontré a mí misma, una usuaria regular del metro, observando a la gente, intentando adivinar quien secretamente lleva a un posible atacante en su interior. Y luego intentando imaginar cuántas personas más estaban en ese momento pensando lo mismo que yo, o algo muy similar, que se podía adivinar en una leve inseguridad en la mirada de más de alguien al ver entrar a alguna persona de comportamiento extraño, al ver a un guardia extra en el andén. Así me encontré de pie, apretada por un montón de gente en una estación de la Línea 1 en hora punta, preguntándome cuántas personas encontraron sus pensamientos cotidianos interrumpidos por un imaginario que busca adivinar donde está el próximo tipo que sacará una pistola y comenzará a disparar.
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