Esqueletos
de hojas
Por Natalia Pumarino Vivanco
Las hojas
se incendiaban de colores justo antes de languidecer y caer. Como si ese fuego
que aparecía en sus cuerpos otoñales fuese la última chispa que habrían de
soltar, como si se decidieran a mostrar lo más íntimo de su alma unos días
antes de abandonar su sitio en la cima de los árboles, ahí cerca del sol. Se
preguntaba si las almas se incendiarían igual justo antes de morir y de qué
colores fueron alguna vez las hojas cuyos esqueletos perfectos conservó en los
libros de su niñez, tras recogerlas de un bosque en Villarrica.
Le costaba
ver esa última señal de vida, esa chispa en sus antepasados. Parecía que todo
en ellas se apagaba, y que lentamente languidecía y que pronto estaría sola, la
última mujer en pie de ese matriarcado disfuncional del cual por tantos años
fue parte. Pero sabía que por siempre las llevaría en su piel, que mientras la
sangre continuara corriendo por sus venas, ellas estarían ahí, su madre y su
abuela, que sus arrugas y sus canas pronto serían las de ella, que sus sueños
destrozados y sus delirios pronto estarían en su propia mente y que los gritos
de su alma y sus ansias de vivir pronto se silenciarían y se quedaría encerrada
en una cárcel de cristal al igual que ellas.
Ah, la
dificultad de querer cambiar la historia, romper con los patrones, hacer o ser
algo distinto. Tenía un sueño recurrente, en él cambiaba las cosas, pero no
para sí misma, sino para esas mujeres que la precedían. Las hacía despertar,
las sacaba de su sopor, las ayudaba a volver a la realidad. Y las cosas volvían
a ser como en los mejores días de su niñez y ella podía respirar tranquila
porque sabía que todo estaría bien, que habría vida nuevamente antes de que
llegara la muerte y las ausencias definitivas.
Era más
fácil habitar el mundo del sueño, sin duda. No sólo de ese sueño, no sólo de
sus escapes oníricos, sino del ensueño también, cerrar los ojos y echar a
volar su imaginación y crear realidades distintas, fantásticas, emocionantes,
en las que finalmente todo se arreglaba de una manera heroica, o patética
quizás –tan delgada podía ser la línea entre ambas-, pero lo importante era que
se arreglaba, que las dificultades se sorteaban, los malos siempre eran
derrotados. Con todo el amor que tuvo en su adolescencia por las tragedias,
enamorada de un Hamlet o un Fantasma de la Ópera, no podía evitar añorar en
su día a día adulto las historias con finales felices que sabía irreales.
Se preguntaba ahora cuánto se demoraría su propia felicidad en desvanecer y si
ya habría comenzado el proceso, y ella simplemente lo estaba pasando por alto.
Si lo bueno ya se escurría entre sus manos como el agua que fluye eternamente,
que no puede ser detenida, son sólo estanques, estanques de felicidad que
acabarán por evaporarse algún día, de la misma forma que el sufrimiento, de la
misma forma que el dolor. Que el “esto también pasará” podía aplicarse a lo
bueno y a lo malo, que algún día todo pasaría y sólo quedaría un vago recuerdo
de los patrones del ayer, de las repeticiones, las plegarias, de los fantasmas tanto reales como imaginarios.
. ...
Ella, la primera
de las tres, fue bella, así lo revelaban sus antiguos retratos en blanco y
negro, que ahora juntan polvo en alguna habitación olvidada por el tiempo. Fue
probablemente la más bella de las tres, y también a la que menos satisfacciones le entregó la vida. No estudió, dependió siempre de otros, las labores del hogar
se convirtieron en lo que daba sentido a su existir. Se fue amargando, la miel de
sus entrañas se fue agotando, intentó aferrarse a su belleza de antaño pero no
podía evitar que el paso de los años se la arrebatara, y jamás aprendió a ver
belleza en otras cosas que fueran más allá de los muros físicos del día a día.
No aprendió a amar sus arrugas ni a ver los dolores de su cuerpo como señales
de experiencia, como pruebas de que había vivido. Aun siendo una octogenaria,
insistía en sus cremas nocturnas, en luchar contra los avances de la vejez, y
las frustraciones que eso le provocaba las reflejaba en otras mujeres, siempre
buscando defectos ajenos, incapaz de decir un cumplido sin que éste fuera de la
mano de una viciosa crítica, siempre debiendo recordar a otros de su propia
miseria, hacerlos vivirla vicariamente, despiadadamente, para ocultar su
propio dolor, su propia agonía, su propia frustración de no haber tomado más de
la vida, de no haberle arrebatado alguna satisfacción que fuera propia y no por el resto, de no haber nunca logrado ser más que hija, esposa, madre, abuela, de
nunca haber sido sólo ella, de no sentir que tenía mérito alguno más que su
belleza y su capacidad de ser una buena ama de casa, una buena anfitriona, una
sonrisa cínica mientras lavaba, cocinaba y planchaba. Y cuando la osteoporosis
le impidió seguir con las labores domésticas, cuando la belleza se le escapó
entre sus reumáticos y adoloridos dedos, sólo quedaron la amargura, el dolor y
las cremas nocturnas.
La segunda
no fue la más bella, pero sí la más inteligente. Una luz brillante para su
generación. Lectora de filosofía, psicoanálisis y literatura clásica. Amante de
los clásicos del cine, del ballet, admiradora de las artes plásticas y la poesía. Pero
debía cargar con toda la frustración y el dolor de su madre, la primera mujer,
quien proyectó en ella todos sus sueños rotos, quien jamás fue capaz de decirle
un cumplido sin que éste fuera acompañado de una despiadada palabra, una puñalada solapada. Creció insegura,
temerosa del mundo, todos los miedos de su madre latían y palpitaban en ella.
Amó al hombre equivocado y pasó años esperando a que el equivocado se volviera
el correcto, sometida por esto a ninguneos y miradas malintencionadas de quienes la
rodeaban, que sólo acrecentaron sus inseguridades y su miedo al mundo.
Finalmente se encerró en su propia mente, en su intelecto, construyó una
prisión invisible de la que no pudo salir, soportada por todos esos miedos e
inseguridades que hacen ver en todos los rostros a enemigos. A todos, menos a una, a
la tercera, su hija y la luz de sus ojos, el único logro en su vida que supera
todos sus logros intelectuales, la única capaz de penetrar la prisión de
cristal que construyó a su alrededor, la única con una llave para entrar y
salir, pero jamás romperla, jamás liberarla, jamás llevarla de
vuelta al mundo de los vivos, a la realidad.
¿Y qué es
aquello que llamamos realidad? ¿Qué? ¿Qué son nuestros recuerdos
sino vagas desfiguraciones de lo que alguna vez sucedió, un engaño de nuestra
mente para hacernos creer que todo fue mejor, o todo peor, dependiendo
de la circunstancia actual? Los recuerdos, el pasado, son algo que ya no existe, es lo
único que sabe. Tras ver languidecer a su abuela y a su madre, una encerrada en
sus frustraciones, y la otra en sus temerosos delirios, no puede sino
cuestionar su propia realidad, su propia felicidad, su propio presente. Pensar
en los esqueletos de hojas que recogía en ese bosque de Villarrica en su niñez,
y saber que lo que la hoja fue, hace tiempo se perdió y que especular sobre
ella puede ser un hermoso ejercicio poético, pero tan fútil como los sueños en
los que libera a sus antecesoras, las dos primeras mujeres, de sus torturas
del día a día. Porque son autoimpuestas, todo es autoimpuesto, y sabiendo de
eso tiembla de miedo, de ser ella también una profecía autocumplida, de que los
patrones sean más fuertes que ella y siente pánico de encerrarse a sí misma también en una
prisión, probablemente la de su tan amado ensueño, ¿porque qué sería más
patético, preciso y poético para ella? Abandonar el mundo de los vivos como su
madre, pero en vez de cambiarlo por delirios de persecución y tortura de seres
externos, hacerlo por ensoñaciones e historias con finales felices. Y por eso
escribe, escribe desesperadamente, escribe como si la vida se le fuera a ir en
ello, porque si pone sus sueños en papel, quizás pueda exorcizarse, sacarlos de
su interior, mandarlos al mundo exterior, entregárselos a alguien más, al
universo, a la divinidad, a la sociedad, y quizás, sólo quizás, no esté
condenada a construir muros invisibles llenos de esas ensoñaciones, muros de
los que no pueda escapar, y quizás no deba repetir el patrón de las otras dos
mujeres que vinieron antes que ella. Sólo quizás, sólo tal vez pueda crear algo
distinto, su propia realidad, en la que pueda haber un final feliz, y no una
condena irremediable a la repetición, a la repetición, a la repetición…